Fueron siete segundos los que tardé en enamorarme de ti.
Siete segundos los que me pediste para verte reflejado en mis ojos. Siete.
Siete
mágicos segundos que determinaron la manera en la que, hoy, me atrevo a
mirarte. A sentirte. A quererte.
Quizá, para
la mayoría de la gente, tan poco tiempo no signifique nada, pero, ¿Para mí?
¿Para ti? Esos siete segundos son la eternidad limitada que necesitábamos para
enamorarnos el uno del otro.
Recuerdo
cómo te miré. Tenías esos ojitos mojados por la duda que te ocasionaba mirarme
a mí. Ojos de cielo, ojos de ti. Juntos, tan eternos como enteros. Tan humanos
como extraños.
Aunque,
realmente, he visto a humanos más extraños de lo que puede resultarnos un
extraterrestre. Pero tú no. Tú eras, y eres, diferente. Porque en ti puedo ver
reflejada la niñez que un día tuviste, puedo ver ese alma pura que a tanta
gente le hace falta. Puedo verte, y puedo sentirte tan dentro que me asusta.
Te quiero, y joder. Me gustaría
volver a sentirte tan cerca otros siete segundos. Porque no necesito más para
quererte. Solo siete segundos. Siete besos. Siete “te quieros”.
Neruda, Bécquer, Benedetti, se
quedan cortos con sus poemas cuando pienso en ti. Porque a ti no basta con
versarte, también hay que besarte. Porque tú, con tu esencia, eres poesía. Tú
solo eres el verso más bonito que he leído, y ni siquiera me ha hecho falta
usar los ojos para hacerlo.
Siete segundos… Tan solo siete
segundos.
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