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San Unidos

Hace mucho, mucho tiempo, una familia habitaba una humilde morada en mitad de un bosque. 
No estaba demasiado alejado de la aldea en la que habían vivido antiguamente. Una aldea sencilla y llena de vida, que atacada por los enemigos había quedado casi vacía; ocupada solamente por estos monstruos y las almas perdidas de los antiguos vecinos.
Adriana, una niña de siete años, a menudo soñaba con su antigua habitación; grande y llena de juguetes. Su mejor amiga, un poco más mayor que ella, vivía a pocos metros y pasaba el día jugando allí. No recordaba demasiado de su vida anterior, pues tenía solo cuatro años cuando tuvieron que huir y esconderse entre los árboles; árboles que más adelante se convertirían en las paredes de su cálido hogar. Pero cuando recordaba los juegos con María, sus ojos se convertían en cascadas de lágrimas y echaba de menos sentirse tan viva como se sentía antes.
Sus padres les habían prohibido, tanto a ella como a sus dos hermanos alejarse más de doscientos metros de la casa, pues sabían que los enemigos, a los que ellos llamaban “egoístas”, los convertirían en fantasmas si se aventuraban a cruzar el bosque. Se metían de lleno en tu mente hasta que la controlaban por completo y actuabas a su voluntad. Si querían que hicieras daño a tu mejor amiga, lo hacías. Porque cuando uno de esos monstruos se introduce dentro de tu organismo, se convierte en tu huésped y tú dejas de ser tú.
Tenía tanto miedo que no se alejaba más de cincuenta metros. Ahí tenía todo lo que necesitaba para ser feliz; su familia, el calor del sol y un montón de juguetes que sus padres le habían fabricado con sus propias manos. Ella era consciente del peligro al que se enfrentaban. Tenían que estar unidos. Sus padres no podrían soportar la pérdida de uno de sus hijos y los niños no sobrevivirían sin ellos.
Sin embargo, una mañana de otoño, entre las hojas caídas de los árboles; entre las zarzas que separaban su casa de un río, vio a otro niño corriendo detrás de un perro. Algo le hizo temer por la vida de éste, pues parecía ir directo hacia el lago. 
¿Y si nunca ha estado aquí y no sabe que hay una caída terrible desde este lado del bosque? pensaba, e instintivamente salió corriendo tras él.
-¡¡Detente!! – le gritaba.
No obtuvo respuesta, así que siguió corriendo. No estaba acostumbrada a sentir tantas palpitaciones en su corazón, pero no sucumbió a sus deseos de rendirse y regresar a casa. No pensó en las consecuencias que sus actos podían tener, no pensó en sus padres, siquiera pensó en ella misma. Sintió que ese chico necesitaba su ayuda y sus padres le habían dicho que había que había que ayudar y dejarse ayudar siempre que fuera necesario.
-¡¡Por favor, para!! -insistía.
Esta vez fue el perro quien la escuchó, pues cambió el sentido de su carrera y fue directo hacia ella. Adriana no veía un perro desde hacía demasiado tiempo, así que no le importó que el impulso del animal la tirara al suelo y la llenara de lametazos demostrándole así las ganas que tenía de jugar.
-¡Thor! -gritaba el muchacho-. Déjala en paz.
-No, tranquilo, no me molesta -siguió jugando con el animal.
-¿Me estabas llamando?
-Sí, es que estamos muy cerca del precipicio y…
-¿Precipicio?
-Sí, aquí cerca hay un lago y he pensado que… -le miró a los ojos-. Ven, mejor te lo enseño.
No había estado ahí desde que habían construido la cabaña, pero recordaba cómo sus padres estudiaban el terreno y cómo pasaban horas y horas observando el otro lado del lago; el fuego y el caos reinaba en San Unidos, su pueblo. Había visto a su padre llorar de rabia al recordar a sus amigos, y a su madre volverse completamente pálida cuando en su pupila se reflejaba aquella estampa.
Pero para ella era completamente diferente. No entendía muy bien qué es lo que estaba pasando en San Unidos, pero en esas praderas, entre esos árboles, y cerca del agua había pasado varios de los momentos más felices de su vida, jugando con sus hermanos y sintiéndose libre. Buscando tréboles de cuatro hojas, persiguiendo mariposas… olvidándose completamente del miedo que había sentido al huir de los enemigos.
Cuando los veían jugar de esa manera, los padres olvidaban un poco todo el dolor que sentían dentro y volvían a ser niños inocentes jugando con sus hijos; siendo felices con las pequeñas cosas que la naturaleza les estaba regalando.
No había demasiada caída desde donde se encontraban ahora, y había unas escaleras de madera no muy lejos de ahí, pero el chico podría haberse hecho mucho daño si no se daba cuenta de la altura a la que estaba.
-Oye, ¿cómo te llamas? -preguntó él.
-Adriana, ¿tú?
-Marcos.
-Encantada -le sonrió-. ¿Cuántos años tienes?
-Cinco.
-Yo tengo siete.
-Pues eres muy alta.
-O tú muy bajito.
De repente sonó una explosión y el cielo parecía estar en llamas. Era San Unidos, los egoístas seguían ahí. De eso no había ninguna duda.
-¿Qué es eso? -curioseó él.
-Era mi pueblo.
-¿Era?
-Sí, hace tres años que nos fuimos de ahí.
-¿Por qué?
-Por los egoístas.
-¿Los qué?
-Pero tú… ¿dónde has estado metido? -se desesperó-, ¿cómo no puedes saber quiénes son? Están conquistando el mundo entero.
-Perdona -no sabía dónde mirar-. Siempre he vivido en el bosque.
-Entonces, ¿cómo no conocías este lago?
-Porque mis padres no me dejaban alejarme de casa más de cien metros.
-Los míos tampoco me dejan.
En ese momento ocurrió algo insólito. El niño salió corriendo y bordeó el lago; se estaba acercando al pueblo.
Adriana no podía creer lo que sus ojos veían. Salió detrás de él sabiendo que corrían un grave peligro. Sus padres le habían advertido una y otra vez, pero la ignorancia de éste le obligaba a ser imprudente; si le pasaba algo no podría perdonárselo jamás.
No tardaron mucho tiempo en llegar.
Todo estaba en ruinas, parecía abandonado. Sin embargo, si te fijabas bien, las cosas cambiaban de lugar. Había sombras, imperceptibles a la vista, que no dejaban de moverse. Adriana tenía miedo de que les descubrieran pero Marcos siguió caminando.
Ella dudó unos instantes. 
Sus padres le habían dicho siempre que a los egoístas se les ganaba unidos, así que decidió no alejarse de él.
-¡¡¡Hola!!! -gritaba él.
-Shhhh -protestaba ella mientras sujetaba al perro, que parecía estar volviéndose loco al sentir todas aquellas presencias-, cállate.
-Tengo hambre.
-Pues regresemos a casa.
Los padres de Adriana se habían dado cuenta de que su hija no estaba en los alrededores. Estaban muy asustados.
-El bosque es muy grande -dijo el padre-, quizá haya ido al lago.
-Pero le dijimos que no se alejara -reprochó la madre.
-Yo iré a buscarla -esta vez fue el hermano quien intervino. 
-No, tú no te vas de aquí.
Los tres tenían la mirada perdida, divagaban en sus pensamientos y no sabían qué hacer. No querían ponerse en riesgo, pero estaban desesperados. Permanecieron así unos minutos; sin pronunciar una sola palabra.
-¡Disculpad! -una voz los despertó del ensimismamiento-, ¿habéis visto pasar a un chiquillo por aquí? Tiene cuatro años, bueno, cumple los cinco mañana… es por aquí -dijo señalándose la cadera-, ha salido de casa hace tres horas y… ya sabéis -se calló al percatarse de la presencia de otro niño.
-Chad lo sabe, tranquilo. Puede hablar.
-¿Cómo es que lo sabe un niño? -elevó la voz-. ¿No les da vergüenza?
-Perdone -interrumpió la madre-, no hemos visto a nadie. Nuestra hija también ha desaparecido y no es el momento de que nos juzgue por nada -se acercó-. ¿Su hijo no sabe el peligro que existe fuera de este bosque?
-Pues claro que no -protestó.
-Quizá por eso se haya ido -musitó el padre.
Se miraron desafiantes a los ojos, pero no aguantaron demasiado tiempo. Todos se sentían igual de desconcertados por la desaparición de sus hijos.
-Solo se me ocurre una cosa -dijo Ayla, la madre-, deberíamos ir al…
-Pueblo -concluyó Eric, el padre de Marcos.
Esta vez compartieron una pequeña sonrisa. Estaban de acuerdo.
Adriana vio que marcos temblaba a dos metros de ella. Quiso acercarse y entonces lo vio: tenía los ojos en blanco y su boca estaba entreabierta. Se acercó un poco más y notó una presencia muy fría.
-Déjalo en paz -exigió, convirtiéndose de pronto en una mujer adulta.
-Bhhbhhsbhh -Marcos intentaba hablar.
Adriana sintió un impulso muy grande de llorar. Si le hubiera prohibido ir; si le hubiera agarrado del brazo y le hubiera exigido regresar a su casa… pero lo vio tan desubicado que quiso enseñarle el lago; y al ver el cielo en llamas comprendió la curiosidad que éste sentía. Sabiendo a lo que se enfrentaban, pensó que podría protegerle y al mismo tiempo demostrarle el peligro de los egoístas. Falló. Pero estaba dispuesta a dar la vida por ese muchacho. Lo tenía claro.
-¡¡Tómame a mí!! -chilló con la esperanza de que así fuera-. Él no ha hecho nada malBhhbhhsbhh Bhhsbhhhsbhhh.
De repente sintió cómo sus labios no obedecían a su mente. Se quedó petrificada, viendo por primera vez a un egoísta. Era horroroso; tenía la cara deformada y parecía estar chupándole toda la energía. Los brazos comenzaron a pesarle y las piernas le temblaban sobremanera. Sin embargo, no podía sentarse, no podía tumbarse; no podía moverse. Quería salir corriendo, coger a Marcos y salir huyendo de ahí. Pero no podía. Cada vez sentía más rabia.
“No sirves para nada, has sido una niña muy mala y vas a pagar las consecuencias. Él está así por tu culpa, va a morir por tu culpa. Tú serás la única culpable de su muerte, y también la de tus padres; que morirán de pena al descubrir que no estás. Tú también mereces morir, pero antes sufrirás por todo lo que has hecho”
Una voz le estaba hablando, pero no había boca alguna que se moviera. Miró a su amigo, seguía temblando. Estaba muy blanco, parecía que no quedaban muchas fuerzas. Consiguió girar la cabeza y entonces, un rayo de esperanza le golpeó el corazón.
Ahí estaba su familia, y la familia de Marcos. Ocho personas. Se cogieron de las manos, sujetando muy fuerte la de los más pequeños, y formaron una cadena humana. Comenzaron a gritar:
-Resistiremos, unidos -seguros de que así sería, aunque muertos de miedo en su interior-. No te llevarás a nuestros niños.
Seguían cantando. No podían parar de hacerlo. Notaron como Marcos dejaba de temblar.
-Gracias -consiguió decir Adriana-. ResistireBhhbhhbshhh -otra vez sintió la presencia.
De repente, salieron humanos que habían permanecido ocultos en sus domicilios, llegaron más personas del bosque -alguien les había advertido de la situación-, y cogieron las manos de aquellas personas. La cadena humana era enorme. Los cánticos resonaban en todos los rincones de San Unidos, las lágrimas de emoción brotaban de los ojos de todas las personas que estaban ahí presentes.
-No tenéis nada que hacer aquí -protestaron-, es nuestro pueblo.
Adriana volvió a moverse, Marcos también.
-Unidos venceremos -dijeron al mismo tiempo dedicándose una mirada compinche-. Dejadnos en paz.
Al cabo de unos minutos, dejaron de moverse las cosas; dejaron de sentirse las presencias, y las explosiones cesaron por completo. Se habían marchado, y los niños estaban vivos.
Habían vencido y la solidaridad de los vecinos había desterrado a sus enemigos.
-Lo siento tanto -dijo Eric dirigiéndose a su hijo-, si hubieras sabido lo que estaba pasando aquí, la curiosidad no te habría obligado a venir.
-Ha sido mi culpa -se disculpó Adriana.
-¿Por qué dices eso? -contestó Ayla.
-Porque yo lo sabía y no hice nada para impedirle que viniera.
-Cariño, no es tu culpa, todos necesitamos quemarnos para comprender que el fuego quema…
A partir de entonces, una vez a la semana, los vecinos llevaban la comida a la plaza y cenaban todos juntos, sabiendo que los egoístas no volverían si los veían siempre tan unidos.

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