Cerré los ojos al tiempo que llevaba la botella hasta mis labios... Sorbí su contenido y dejé que la cerveza explotara contra mi paladar. Mi garganta estaba en llamas, y el fuego no se apagó hasta que su líquido cayó refrescante en mi estómago.
Así, con los ojos cerrados, pude transportarme a otro lugar. Era un bar, y estabas tú. Ya habíamos estado ahí antes.
Casi, casi, podía oler la colonia que tu cuello desprendía. No era empalagosa, me hacía sentir segura. Escuchaba tu respiración y esperaba ansiosa que voltearas la mirada para verte sonreír. Esa sonrisa, capaz de cautivarme en cuestión de segundos. Capaz de enloquecer a cualquier persona.
Te escuché hablar, y el tono de tu voz me recordó las razones por las cuáles te amaba tanto. Tú, el hombre más dulce del mundo, también me amaste a mí.
Estabas girando la cabeza. Ibas a mirarme.
Pero tragué y dejé la cerveza reposar sobre la mesa. Abrí los ojos, y lo único que vi fue mi reflejo en la ventana de mi habitación.
Ya no estabas tú, y el bar que había imaginado tan solo era una trampa del destino.
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