Él era precioso, pero tenía la mirada perdida en el abismo. Nunca supe qué es lo que le pasaba por la cabeza cuando miraba al horizonte más lejano. Nunca supe qué veía cuando cerraba los ojos. Nunca supe qué hacer para que la mirada me apuntara a mí cuando estaba triste.
Escuchaba música triste y creía que tenía la excusa perfecta para sentirse así; solo, vació, incompleto.
Lo que no sabía, era que yo amaba su tristeza; su incertidumbre. Su miedo a lo desconocido, y a saber de su pasado. Yo amaba su risa en medio de sus llantos; amaba su rostro cuando no tenía ganas de fingir que todo iba bien. Él no tenía ni idea de lo que hubiera estado dispuesta a hacer por él; me hubiera ido a la otra punta del mundo para conocer sus secretos; me hubiera casado por la noche, borrachos de amor, aunque no nos acordáramos a la mañana siguiente. Le hubiera pintado en la espalda lo mucho que le quería, para que nunca lo supiera sin mirarse en el espejo. Porque sabía que cuando se mirara, podría enamorarse de él mismo.
Sabía que no se quería, pero no entendía la razón. Siempre tenía miedo de perder, de no ser suficiente. Pero era el mundo entero de una persona; era mi mundo, porque cuando él se hundía, yo sentía su dolor. Porque cuando estaba bien, feliz, yo me sentía mucho mejor.
Así que sí, aquel niño adulto con la mirada perdida, era la excusa más bonita que tenía para yo perderla también (yo la perdía en él, tratando de sentir lo que él sentía).
Era hermoso; era el ser más duro, y frágil, que había conocido jamás. De hecho, le hubiera abrazado muy, muy, fuerte, para que nunca se quebrara, aunque sabía que cuando se rompiera, me cortaría con todos sus trozos.
Era guerra y paz; frío y cálido al mismo tiempo; por eso, todavía estoy enamorada de su mirada perdida en la duda de lo que podría haber sido, si hubiera llegado a ser.
Escuchaba música triste y creía que tenía la excusa perfecta para sentirse así; solo, vació, incompleto.
Lo que no sabía, era que yo amaba su tristeza; su incertidumbre. Su miedo a lo desconocido, y a saber de su pasado. Yo amaba su risa en medio de sus llantos; amaba su rostro cuando no tenía ganas de fingir que todo iba bien. Él no tenía ni idea de lo que hubiera estado dispuesta a hacer por él; me hubiera ido a la otra punta del mundo para conocer sus secretos; me hubiera casado por la noche, borrachos de amor, aunque no nos acordáramos a la mañana siguiente. Le hubiera pintado en la espalda lo mucho que le quería, para que nunca lo supiera sin mirarse en el espejo. Porque sabía que cuando se mirara, podría enamorarse de él mismo.
Sabía que no se quería, pero no entendía la razón. Siempre tenía miedo de perder, de no ser suficiente. Pero era el mundo entero de una persona; era mi mundo, porque cuando él se hundía, yo sentía su dolor. Porque cuando estaba bien, feliz, yo me sentía mucho mejor.
Así que sí, aquel niño adulto con la mirada perdida, era la excusa más bonita que tenía para yo perderla también (yo la perdía en él, tratando de sentir lo que él sentía).
Era hermoso; era el ser más duro, y frágil, que había conocido jamás. De hecho, le hubiera abrazado muy, muy, fuerte, para que nunca se quebrara, aunque sabía que cuando se rompiera, me cortaría con todos sus trozos.
Era guerra y paz; frío y cálido al mismo tiempo; por eso, todavía estoy enamorada de su mirada perdida en la duda de lo que podría haber sido, si hubiera llegado a ser.
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